Acaso no haya mejor tributo al legendario compositor Edward Kennedy Duke Ellington, en el cincuentenario de su muerte, que exhumar del olvido sus memorias; ni puede que tampoco haya otro caso, en la literatura memorialística del jazz, en el que una gran estrella se resistiera con tal vehemencia a la labor de dar brillo y esplendor al medallero. Sea como fuere, ni el jazz, en su conjunto, ni probablemente buena parte de la música contemporánea serían explicables sin Ellington; y él mismo seguiría siendo un misterio de no ser por este alegato prepóstumo, puesto que el gran compositor fue terco enemigo siempre de la literatura confesional (hasta que un cheque in extremis lo indujo a ceder cuando su vida ya se agotaba).
Siempre que el compositor hacía referencia a este texto subrayaba que «se asemejaba más a una de sus actuaciones que a unas memorias». A decir verdad, nunca quiso prestarse a componer una autobiografía al uso; y es preciso aclarar, en su descargo, que se salió con la suya. A fin de acometer el encargo a su manera el libro vería la luz en 1973, año escaso antes de su muerte resolvió dividir en ocho actos este explosivo texto en el que deambula con brío por lo sagrado y lo profano, retrata cordialmente a sus compañeros de fatigas, canta las cuarenta, cuenta mil anécdotas, elogia, discute, conversa y afronta un esmerado interrogatorio con infalible agudeza
no exenta de cierta acritud. Si antes había callado, aquí escribe por los codos, sin intermediarios y haciendo alarde de un bullicioso estilo cargado de ingenio y salpicado, en más de una ocasión, con las notas del genio.
Ellington se movía por las calles de Harlem con igual soltura que por los pasillos de la Casa Blanca, y en todas partes gozaba y a todos brindaba su inagotable vitalidad. Apasionado del arte y compadre de cuantos consagraban sus vidas a tan noble oficio, contaba entre sus amigos con decenas de personajes de instrumental importancia para la trayectoria sonora del siglo XX: Armstrong, Basie, Bechet, Coltrane, Davis, Fitzgerald, Parker o Sinatra son solo algunos de los muchos que desfilan por estas páginas (aliñadas, por cierto, con cien fotos que nos acercan al mundo visible del pianista). Lo que emerge, una y otra vez, de ellas es su lujurioso matrimonio con la música, la amante y señora a quien siempre reservó el fuego más sagrado del swing: «las queridas van y vienen, pero solo mi amante permanece», sentencia el enamorado zumbón.