En el extremo de una escarpada península, en un paisaje marítimo de verdes arrozales y acantilados de sosegada belleza, lejos de Tokio, una mujer de mediana edad desencantada y abrumada por la gran ciudad emprende el redescubrimiento de sí misma en una apacible soledad. Humilde y pertinaz observadora, acompañada de su gato, aprenderá durante doce meses la sucesión de las veinticuatro estaciones del año japonés. Como un jardinero que respeta escrupulosamente su almanaque, desbroza y planta su jardín, se deja purificar por el viento, aprende a escuchar las criaturas del mar, hace mermelada de fresas silvestres, escribe haikus a la espera de las luciérnagas del verano y se adentra en el bosque, atenta a las presencias invisibles, observando la danza de la nieve. Pasan las semanas y, al ritmo de esta narración fulgurante, dos tiempos se contraponen: el de su protagonista, que se encamina hacia la madurez la vida humana, concluye ella, es una estrella fugaz, y el de la naturaleza, en la que las resurrecciones se suceden y la vida no cesa de germinar. Su nuevo vínculo con la naturaleza, por tanto, es consuelo y es