De poco serviría la progresiva caída de las barreras que separaban a los pueblos europeos, tras las dos guerras mundiales y la llamada "guerra fría", si no se intentase investigar los lazos (o los rechazos) profundos que, en el orden del pensamiento y de los grandes presupuestos sobre el sentido del individuo, de la nación y de la humanidad, o sea, en el orden filosófico, han mantenido unido -discordia concors- al Viejo Continente. Al mismo tiempo, el problema del terrorismo internacional y de sus secuelas bélicas exige de Europa una concentración de sus fuerzas, intelectuales y políticas, para hacerse oír con voz propia.Un problema avivado por recientes conflictos, cuyo inicio esencial se sitúa sin embargo mucho más lejos: en la tierra mítica del Jardín, con su doble tensión:la autoctonía griega o el desarraigo judío, y en la magnífica consigna de la Revolución Francesa y en el desarrollo por separado de sus tres ideales: generadores del liberalismo, el fascismo y el comunismo, para desembocar en la "herida" Europa, expectante e inquieta ante la amenaza y la seducción (América y el Islam presentan ambos rasgos, cada uno a su modo).Difícil resulta, en esta coyuntura, ser de veras buenos europeos.Pero ahora, más que nunca, es ello necesario.