"El oído melancólico" comienza preguntándose por el perro que Ayne Brun agazapó en la esquina inferior izquierda de "El martirio de san Cucufate" y se interrumpe en la audición de los que ladran en el Infierno febril del "Tríptico del jardín de las delicias" imaginado por Hieronymus Bosch. No es este, sin embargo, un ensayo sobre zoología ni sobre acústica, ni acerca de la música o de la pintura, ni de fisonomía ni patología, aunque, entreveradas con la literatura comparada y con las asignaturas de arte en vanguardia, cocinadas con la fotografía y el santoral, entretejidas con los martirologios y la iconología, hay algo de estas y otras disciplinas colindantes.
Especulativo, espiral y múltiple, "El oído melancólico" trata de la melancolía no destructiva que, mientras escucha un silbido interior en el oído izquierdo, le exige al genio creativo que se detenga, y tal vez que se siente, y que recline su cabeza, habitada por el ruido, en su mano siniestra, y así, acunándose la cara en busca de sosiego y de silencio, insatisfecho y disconforme, comience a proyectar la transformación y la invención de la realidad. Desde la certidumbre de que la historia de la melancolía es la secuencia de sus imágenes, de sus encarnaciones y de cada una de sus representaciones, se analizan los semblantes, los gestos, las figuras, las posturas, las posiciones, las actitudes y los escenarios que ciertos artistas, parasitados y activados por ella, le han atribuido con líneas, con manchas, con volúmenes, con sonidos o con movimientos, desde que se empeñaron en darle apariencia a lo inexpresable. "El oído melancólico" se pregunta por la forma de pensar y de expresar la melancolía espetada por el zumbido zurdo que incita a la creación, por sus hábitos de coexistencia con las cosas en el complejo espacio sonoro de la tristeza y de la alegría.