Bienvenidos a Greenland, Michigan, sesenta y cinco años después del gran tornado del 34. Desde entonces, las cosas solo han ido de mal en peor. En las mismas hectáreas en las que los colonos desplazaron en su día a los indios potawatomi («la gente del fuego»), los agentes inmobiliarios y los cuervos suplantan ahora a los agricultores. Hay campos de golf y urbanizaciones brotando como hongos en los maizales. Mujeres feroces, hombres confusos y niños hambrientos. El olor a estiércol de la granja porcina de Whitby sigue impregnando el aire y el granero más antiguo del municipio continúa alzándose victorioso frente al río Kalamazoo, pero las tradiciones familiares hace tiempo que se han extinguido. Muchos se marcharon a las ciudades a buscarse la vida, y los arados, las trilladoras y las segadoras pueblan el paisaje como osamentas de criaturas antediluvianas. Margo Crane, la mujer de la casa flotante (protagonista de Érase un río), hace tiempo que desapareció y su hija mestiza, Rachel, obsesionada con la leyenda de su antepasada algonquina, la Chica del Maíz, entre huertos y túmulos indios, con su sempiterna carabina del 22 al hombro, hará lo que esté en sus manos para defender el terruño que la vio nacer.